De sustos policíacos y multas sin bono catorce.

Al pobre cuate lo detuvo un policía a las cinco y media de la mañana iba camino a su trabajo, pero por haberse cruzado, girado y aventado en una esquina en donde la calle estaba en construcción y mantenimiento. Le encendieron las luces de la patrulla y por poco la sirena; que esas ya serían palabras mayores. Lo que pudo haber sido una simple multa se convirtió en una película de terror.
Le preguntaron hasta el nombre del doctor que se había atrevido a ponerle las tres coronas de oro en el medio de las muelas, la calle donde tú vives, (el libro por supuesto y su autor), porque la calle en donde él vivía ya la habían identificado al revisar los números de la placa (del carro claro) la cantidad de tortillas que se comía al día y el número de chiltepes que le echaba al caldo. Después de haber soltado toda la sopa, le pidieron su licencia de manejar y el seguro del carro, por último su nombre: Jacinto Chamalé. Resulta que mi amigo por ser ilegal no tenía licencia del estado y cargaba la guatemalteca que vale más o menos lo relativo a nada. Al observar la licencia internacional, el policía (un hombrononononón) lo apeó del carro, revisó el mismo (no sin antes pedir apoyo a otras dos patrullas de chontas) y le contaron hasta las chocas que cargaba en la billetera, lo esposaron lo encaramaron a la patrulla y el carro se lo llevaron detenido también,( éste sin deberla ni temerla) en la huesera el pobre observó la luz del día a las seis en puntito de la mañana. Mientras que su dueño orinaba a gotas, sudaba a chorros y tartajo contestaba el rosario de preguntas hechas en la estación de policía, le tomaron huellas digitales, un resto de fotografías y comprobaron que no era uno de los más buscados, que su único delito era buscar trabajo en el país menos indicado, y que si manejaba con licencia de otro país era porque la necesidad lo obligaba. Claro; pero esto no lo supieron comprender y lo mandaron a corte. No sin antes pagar una cantidad de cien dólares por su persona y quinientos setenta por su carro. Se le advirtió de no manejar.
Un mes después lo acompañé a corte, allá íbamos los dos chonitos, mi misión era servir de traductora, intérprete y juzgona, según yo; el rollo sería: español, español-jutiapaneco; pero al llegar me di cuenta que era inglés-español y allí si me hice la bestia y me fui a sentar en lo oscurito de la sala. La cuestión es que sorpresivamente habían (creo) más policías que sentenciados, multados y otros a punto de ser ajusticiados, entramos a la famosa corte no sin antes pasar por todo el abecedario de rayos hasta llegar a los x, pobre mi cuate con sus tres coronas de oro y platino en un colmillo, allí nos tuvieron pue, hasta que supieron que la cabellera de quetzalito no representaba ningún peligro. Pasamos (como todo nuevo: amishaditos) a la sala en donde se llevaría a cabo el destace, y me sentí en el medio de una de esas licas de Hollywood, los abogados con sus pintas de actores de cine, con su pelo cano algunos y sus trajes elegantes, zapatos nítidos, los policías de costumbre con sus caras de perros Pitbull, la jueza más gringa no podía ser, pelo color amarillo, piel pecosa de un blanco lechoso, y como público un resto de latinoamericanos que oteé al tanteo, aquello parecía un domingo de mercado, ropas multicolores, zapatos de tenis, camisas coloricas, pantalones de lona, cabelleras despeinadas, rostros cansados y ojos a medio cerrar, a lo lejos distinguí a una joven hindú y tres gringos. Jacinto y yo íbamos confiados en que la corte esa trataba solamente asuntos de tráfico, pero nanai, al llegar nos dimos cuenta que la carga de leña lleva cuarenta pares, (eso creo) que la cerveza gallo sigue siendo: nuestra cerveza, y, que la calle en donde tú vives no es la misma en donde vivo yo.
Durante la víspera Jacinto buscó asesoría con amigos de la sobrina del primo de la amante de un abogado, (porque si vas directo a una oficina, bufete o taburete te sacan un ojo de la cara con sólo tocar la puerta no digamos entrando [con eso de que sos ilegal]) y así se enteró que no necesitaba llevar uno, que su caso no sería tan delicado. Por ese lado íbamos tranquilos.

Mientras pasaban los recesos y volvíamos del trance de verle la cara al policía que lo detuvo me dediqué a entrevistar (shutear) a los más cercanos a mi silla, entre centroamericanos y mexicanos se bordaba aquella manta, había tiempo suficiente para saber: por qué vinieron, qué hacían, dónde vivían, y cuándo pensaban regresar. Uno de ellos, patojo de 23 años, había sido deportado ya dos veces, estado en el bote 7 meses y había asistido a corte de tránsito 8 veces, en una de esas por manejar bajo los efectos del chuparrasco, es decir; el alcohol. Y él de lo más campante con el dinero en la mano para pagar la multa, mientras que Jacinto y yo ya habíamos ido al sanitario tres veces con intentos fallidos, lo único que lograba salir de nuestro cuerpo era aire…
En fin, escuchamos discursos de abogados defensores, acusadores, fiscales, testigos y los murmullos de la gente del público. Dos horas después se llamó al banquillo de los acusados a Jacinto Chamalé. Se lo regresaron en menos de un minuto porque no llevaba abogado, así que había de dos sabores: llevar uno en una próxima cita u optar por uno que la corte te asigna y salís al chilazo tipo tramitador. ¿Cuál creés que agarramos? En ese instante empecé a sudar helado, deseando saber la decisión de la jueza lo más pronto posible. Mientras el tiempo transcurría veía cómo se movían lentamente los labios de donde provenía lo que parecía ser el sonido de una voz aguda con acento de un idioma extranjero, muy complicado: emocionalmente de entender y aprender. Nuevamente sentí ese rechazo en milésimas de segundo pasaron muchas imágenes en la puerta de mis pupilas, no lograba entender lo que hablaban, las imágenes difusas de los presentes se movían formando óvalos y círculos, por último una voz ronca le dijo a Jacinto que se podía retirar que todo estaba solucionado y que pasara a caja a pagar la multa. Me levanté de la banca, salí caminando sonámbulamente y nos abrazamos. Aquel abrazo significó la fuerza, la unión y la paz que sentíamos en ese instante. No sería deportado como pudo haber sucedido.
Después de cuatro horas, cinco idas al baño (sin resultado alcanzado) tres llamadas de atención por bulliciosos, (no a nosotros claro) y tres recesos pudimos por fin, salir de aquella tortura mental, directito a la caja a pagar la multa bajo la consigna de no volver a manejar sino se tiene la licencia del estado. Pero eso que se lo digan al presidente, para que agilice una reforma migratoria o por lo menos nos etiqueten con licencias de conducir diferentes.
Cuando pasamos a caja hubiésemos querido ser magos y convertir aquel dinero en una cantidad doble, es decir: malaya el bono catorce. Pero como malaya ya no está, seguiremos sobreviviendo en el país menos indicado para vivir y en el que trabajás como bestia de carga. Hasta que decidamos volver con la frente en alto y la mirada puesta de frente al sur.

Ilka Oliva.
13 de julio de 2009. (Vísperas del bono 14).
Estados Unidos.

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