Añoranzas heladeras.

Dunda me ha dejado la mañana de éste domingo, al seguir en mi hábito buscando no soltarme del cordón umbilical que es para mi, Revista Domingo; y tal vez les parezca aburrido, el que alguien que tiene la oportunidad de disfrutar de un medio ambiente distinto, con nuevas plataformas visuales, vivenciales, con nuevas oportunidades de empezar y crecer, se estanque en vivir recordando, o en éste caso leer un periódico de Guatemala. Quiero aclarar (porque hay varias personas que me reprochan el no vivir mi presente) que disfruto de mi estadía en tierras gringas, no lo niego, dicen que viajar ilustra y estoy de acuerdo con el punto, pero; (siempre hay un pero) está en que el desasosiego persiste, la voz de una patria te llama, y es imposible no escuchar el eco. Cuando venís a éste país ya con una identidad definida, sujetada al sostén, o a la hebilla del pantalón (según sea el caso) es imposible prácticamente no extrañar, no comparar, no defender tu postura, tu acento, tus costumbres, tu cultura, siempre estás celosa de lo tuyo, eso no significa que no estés abierta a entender y compartir con otra gama de las muchas que hay en éste país y que se licúan diariamente creando una multiculturalidad tipo arcoíris. Allí vos si todavía te ponés al tú por tú y defendés tu tortilla y tu tazcal o bien te tramás (sin hacer ni cuillo) tu platito con leche descremada y hojuelas de maíz. Otros muy cómodos que se dejan llevar por la reventazón (tipo a las que te chicotean en el Puerto de San José) y son arrastrados hacia un punto inconcluso que les crea amnesia de patria e identidad; al parecer el cordón umbilical se les quedó atorado en alguna de esas algas que abundan cuando te bañas en aguas cristalinas que por debajo son turbias, como lo es vivir en un país en donde abunda el consumismo mediocre.
En fin, puedo pasar escribiendo tratando de debatir y exponer mi postura, pero no vale la pena perder el tiempo en eso, el tema central de ésta nota es un artículo que leí acerca de un señor que vende helados, desde los tiempos en que era presidente Jacobo Arbenz. Pues allí me quedé asoleada, como en un trance, apercollada al título del artículo: Siempre Heladero. Me quedé estancada en una atmosfera polvorienta con la polilla esa que te crean los años, sentada cómodamente en esa banqueta que es la memoria y que no te traiciona (salvo que el alemán te esté cucando hasta que caes rendida a sus pies) porque te trae en acetado, en disquete, es disco compacto y hasta el famoso mp3, (porque los de larga duración medio lo vi, palidecer en la rocola de mi papá) la imagen que le pidás, los olores, los sonidos: ¡la magia de vivir y revivir!
Pues me despabilé, me sacudí del presente (es domingo y todo se vale) y me las pepené para irme en la camioneta que sale a las cuatro de la mañana, hacia un pasado que siempre está escampando, esperando a la niña, con la misma neblina con que la vio partir. (Sí, así me dicen algunos compañeros de mis básicos: niña. Porque declamaba el poema de José Martí, […ella dio al desmemoriado una almohadilla de olor…] sin que la voz me temblara; en cualquier lugar y en frente del que quisiera escucharme). Creo que éste escrito no tiene mucha concordancia que digamos, pero así soy, voy de subida a bajada, de la calle principal me gusta salir y agarrar los callejones, así es la vida: nada es como debería de ser. Y por qué tiene que suceder lo contrario con éste escrito, así pues que , prosigamos, continuemos y juímonos en ésta marcha… habituaremos ésta historia, relato, cuento, casaca, tushte o como usted guste llamarle a una época en que abundaban los rondas infantiles, los juegos de pelota como el mentado zacarrín, chiricuarta, trompo, policías y ladrones, técnicas al paderón, cuando la tenta era de ley jugarla por las tardes, cuando el nintendo y el cable ni asomaban por el mirador desde donde vislumbras a una de las colonias más peligrosas de la capital guatemalteca, (porque ahora por muy fichudo que seás, a la puerta de tu casa te llegan a cantar las golondrinas). Allí vivía yo, una güira como cualquier otra en esa época, respirando diariamente en el medio de ese laberinto: maras, droga, alcohol y un poquito de todo lo que su ingenio guste agregar.
Recreo en éste momento las madrugadas cuando nos levantábamos (mi hermana y yo) a las tres en punto a meter palito al helado, porque teníamos que esperar que estuviera medio cuajado para que éste no se saliera de la base, a desmoldarlo y posteriormente a hacer el otro menjurje para topar del mismo las cazuelejas que contaban con cincuenta y cuatro espacios del mismo tamaño, aquello se me figuraba las hojas topadas de cuadritos que teníamos que comprar para trabajar matemática en los básicos.
Así empezaba nuestro día, mi hermana con doce años de edad y yo con diez, las dos prácticamente nos parábamos en un pie, (si nos hubiesen visto las caras de desvelo) después de arreglar lo de los helados, preparábamos el atol de maicena y lo dejábamos listo en las pachas para mis dos hermanos pequeños, a las cuatro ya íbamos en carrera a una aldea vecina a comprar leche (de la que vos mirabas cuando ordeñaban las vacas y la espuma te hacía ojitos casi que desde que aterrizaba en la cubeta del ordeñador) para que aquellos bebieran durante la mañana. A las cinco era de que yo me encargaba de ordeñar nuestras cabras, dar comida a los coches, lavar el chiquero, limpiar el gallinero, y esperaba el final de mi tarea para regar con palanganadas de agua el patio para después acariciarlo con la escoba que hacía del escobillo, de último dejaba el postre: regar mi jardín.
Vaya bonanza la de esos días, los claveles rojos se tendían como novio enamorado ante la caricia de mis manos, las rosas, las matas de cilantro, de tomate, en fin: mi jardín, mi mundo, mi espacio. Ya con el sol carrereándonos, salíamos ( con una taza de café y dos panes francés con mantequilla en nuestro estómago con las piernas brillantes de un aceite de cocina ya que el tal Johnson no surcaba por aquellos lares) con nuestras hieleras en la cabeza a vender la delicia hecha de fruta y azúcar. Nos dirigíamos al mercado de la colonia, allí nos metíamos como podíamos en las esquinas de los locales, pidiendo permiso para descansar un poco y bajar la hielera, cabal terminando de apearla era de ponernos truchas y ofrecer la mercancía, con toda la leche y el ingenio que te brinda la niñez: ¡qué va querer mi reina, helados de coco, de mora para la señora, de piña para la niña, tenemos choco bananos, choco cremas, choco piñas, venga no tenga miedo pase adelante, pregunte! (Qué tu pase adelante si apenitas en un canto del local nos apiñábamos, casi que nos pasaban llevando la hielera con la aglomeración y el tilichero de bolsas ). Pues como les contaba era de quedarnos unos diez minutos si mucho porque llegaba el sabueso del dueño del mercado, con su voz de general engomado a espantarnos la clientela y a ordenar abandonar el mercado porque estorbábamos el camino del transeúnte, y era de cosa de no remedar y movernos inmediatamente, ir a hacernos las locas de local en local y asentar campamento en otro sitio en donde se dignaban a darnos posada por los siguiente diez o quince minutos. Para no cansarlos, que así transcurrieron ocho años de mi vida, fue así como ganamos el apodo de las heladeras, porque mientras el resto de la manada infantil de la colonia, jugaba, crecía entre rondas de patio y juego ingeniosos, nosotras trabajamos y era raro cuando no nos veían con la hielera en la cabeza (a mi hermana) y en el hombro (en mi persona). Casi nadie nos sabía el nombre, salvo mis compañeros de clase y los profesores al pasar lista, para el resto de la población marginal éramos: las heladeras. ¡Y a mucha honra!
Cuando no lográbamos terminar la merca
ncía en el mercado nos subíamos a las camionetas (como la señoras que venden en Barberena: chiles rellenos, huevos duros, gallina con tortilla) y a ofrecer con voz de cantantes de feria los helados más sabrosos de la localidad. (Ni modo quién va a hablar mal de su rancho). Asoleadas perpetuas, cuando era de ir a vender al campo de balompié, (a esperar la jugada y albocar los helados) con el tiempo nuestro negocio emigró, y por la necesidad de intentar subsistir, en las vacaciones de fin de año nos íbamos en manada, Tata, Nana e hijas con hielera a tuto cada uno, caminábamos quince kilómetros entre árboles de pinos, nacimientos y tomas de agua,, barrancos y montañas hasta llegar ya palideciendo, a la enigmática aldea Sorsoyá, a las afueras de San Lucas, Sacatepéquez. (En donde crecen los aguacates más sabrosos que han acariciado mi paladar). Allí había una finca en la que sembraban fresas (por cierto también trabajé cortando, pero esa historia se las dejo para un almuerzo veraniego) y el caporal nos daba permiso de ajenar los helados, para ese entonces ya habíamos incorporado los pupusas de chicharrón y el atol de plátano, lo dejábamos fiado y al final de la semana era de ir a cobrar.
Muchas aventuras viví en mi tiempo de heladera, por ejemplo, cuando una vez por ir a abrir la boca con un patojo que me cantineaba (él tenía una miscelánea) mejor dicho yo me los cantineaba con tal de que me compraran helados, pues en esas estaba cuando me fueron a avisar que unos chuchos se estaban peleando y que habían botado mi hielera topada de helados, total que los recogí del suelo pelón y me fui a lavarlos, como a la media hora regresé contando la historia de que éstos eran otros, debo de confesar que aquella mañana los helados se vendieron como pan caliente, pienso que algo tuvo que ver el suelo para lograr ese efecto. (Por cierto que vale aclarar: con eso de la licencia de salubridad… que ese fue un secreto guardado celosamente, hasta el día de hoy, que al leer éstas letras doña Nanoj [mi mamá] querrá lanzarme un leño en las patas, pero que no creo que llegue hasta éstas distancias…).
Éste artículo de hoy, me ha traído un atisbo de la panorámica de esos días, muy felices por cierto. De lo que el esfuerzo de hacer las cosas a pulmón, te permite ir un paso más adelante, te promueve de escalafón en la atiborrada historia de vida. Dicen que de grada en grada se logra subir una escalera, y que de paso en paso lográs llegar a la cima de un volcán, pues yo no he llegado a la cima, apenas voy comenzando el ascenso, pero lo que he vivido en éste tiempo de vivir intentando, ha sido precioso, con espinas y chichicaste, pero también con el aroma del cebollín y la flor de pito surcándome a través de los años.
Así es pues, por hoy se despide ésta heladera, los dejo seguir gozando en éste domingo de: Fabumarimbas. Y prometo que en la próxima estación les contaré una de vaqueros, que aunque no la crean también las viví.
Ilka Oliva.
Febrero 15 de 2009.
Estados Unidos.

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